Por Fernanda Noriega
Desde que nací y hasta los 5 años, jugué a las escondidas, me hice una cicatriz en la rodilla, tomé Coca Cola en bolsa, me tocó el control desconectado del nintendo mientras mi papá jugaba, tuve un hermanito, y después mi hermanito rompió mis barbies. Me aprendí la película de “Pinoccio” de memoria, le eché la culpa a mi primo cuando me iban a regañar, me robé una crayola rosa y le rompí el corazón a mi novio del kinder.
De los 5 a los 10 años aprendí a leer, a germinar un frijol, tuve un pollito de colores, se murió mi pollito, fui de excursión y me perdí, ví todas las películas de Blockbuster, me preocupé al ver a mis papás pelear, le enseñé a mi hermanito el abecedario, aprendí a andar en bicicleta, atropellé a mi mamá con la bicicleta, me atraganté con un chicle bola, me maravillé de que para “el ratón” mis dientes valieran $10.
De los 10 a los 15 años aprendí a tocar guitarra, llegué a la escuela sin mochila, me compraron un perrito, el perrito también se volvió adolescente, me avergoncé en el bailable del Día de las Madres, fui emo, conocí a mi primer amor, me rompieron el corazón, tomé clases de música, formé parte de un coro, discutí con mis papás, tuve un discman y fiesta de XV años.
De los 15 en adelante… No, no extraño la niñez: recuerdo con cariño la inocencia de mi mente y la ausencia de madurez. Esa niña con las rodillas raspadas, el cabello despeinado y las mejillas rosadas me trajo hasta aquí.
¡Feliz Día del Niño! Le mando un abrazo a tu niño interior.