por Rodrigo Díaz
Decidí regresar a San Miguel por distintas razones, aunque muchas de ellas son evidentes y sería tautológico seguir hablando de las hermosas calles empedradas, de las iglesias o de los parques y jardines que presume la ciudad — ¿o pueblo aún?— cuando uno la cruza, sin prisas y sin pretensiones, como un turista que deliberadamente ha prescindido de un mapa para que el lugar lo conduzca empujado por sus hados más ocultos y menos fotografiados.
Y exactamente por eso decidí dejar la gran ciudad para regresar al pintoresco pueblo en que mi abuela, a principios de los 90, ya se había establecido. Digo “regresé” porque ya antes había vivido en San Miguel, de mis 17 a mis 22 años, durante el último lustro del milenio y en una época en que, lo confieso, el espíritu libre, artístico y no-alineado que no había encontrado ni en Colima, ni en Guadalajara, me llevó por algunas veredas psicotrópicas con una facilidad vertiginosa.
Afortunadamente esas épocas han pasado —lo vertiginoso, por lo menos— y de vuelta, he reconocido a aquellos hados que reposan bajo las piedras, en las cantinas y dentro de los cafés, los veo ahí, mimetizándose entre la gente que puebla espacios y actitudes, como ocultándose de los turistas, de los hoteles butique y de los bares fancy, para que éstos no transformen el espíritu original que probablemente protegen.
Mi inspiración es esa: la caza de los hados de San Miguel, el ejercicio de reconocer su espíritu original cuando, entre semana —rara vez un viernes o sábado—, camino al centro por un café o bajo un pretexto cualquiera, encontrándome amistades nuevas, amistades viejas que comparten, inevitablemente, una historia.
Porque, además, estoy seguro que la magia de este lugar tiene brazos largos y te puede traer de vuelta en el momento menos pensado, así te encuentres a punto del matrimonio en Timbuktu. Así es San Miguel, y se agradece.